miércoles, 16 de diciembre de 2009

Por los Nortes


(En Espera, Chaouen, Javi, Kolibrí....)


(Foto: C.Chaouen en Paraninfo U.Cantabria. Por Donkey).


Furgoneta, percusiones, teclados, guitarras, David y Alex.

Buen concierto el sábado en Santander, en el salón de actos de la Universidad, que sonó realmente bien. Amable aire el del cantábrico, y buena noche, con hospitalidad desbordante, llena de círculos con radio variable.

Amanecer sin anochecer y vómito de estrellas, catarata de vacíos.

Al día siguiente me recogieron (en otra furgo) para ir a Pamplona. Iba a grabar una canción con un grupo de Almería, En Espera”, que resultaron ser una cuadrilla magnífica llena de acentos, humo, risas y con ideas musicales realmente buenas. Un placer. Además cocinan de maravilla, je. Nos volveremos a ver.

Y en Pamplona, como siempre, pulmones nuevos, hospitalidad.

Fui con Jaime (manager) al Reino de Navarra, allí estuvimos un par de horas congelados (rondando los 0 grados) viendo el Osasuna-Mallorca, mientras los dedos de los pies pedían asilo político en Marruecos. El fútbol, el homofaber que sin manos enlaza tierra y espíritu.

Luego Antonio ‘el aceitunero’, el Sr. Kutxi Romero, por aires de bulería "Semilla..." y "Pan duro", el flamenco soterrado, el significante en cadena, Camarón como significante amo, otra copita, la conversación antes del sueño con los sueños de Argentina….

El lunes a las 10 am estábamos en el estudio (grandes Kolibrí, César, Javi….) y el Sr. Romero, que cada vez es más señor y más Romero.

Grabé una voz y una guitarrita.

Viajes como este son los que bendicen la vida del músico.

El lunes a la noche, el tren, el espacio y el tiempo.

Esta noche estaré en Libertad. Y terminaremos el año en Melilla (cerca del asilo de mis pies).

Salud.

sábado, 12 de diciembre de 2009

12/12/09. Santander

Mañana a la noche será en otra bonita ciudad. Santander, en el Salón de actos de la Universidad.
Salud.

Hubo viento favorable en Barcelona, y marejada en Murcia, con las ganas que le tenía.


martes, 8 de diciembre de 2009

El niño Miguel


(Foto Niño Miguel, copiada de aquí).
El niño Miguel. Genial.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Aproximaciones al desarraigo


Michel Houellebecq (Trad. por E. Castejón, copiado de aquí.)
En este ensayo, que forma parte de El mundo como supermercado (Anagrama), Michel Houellebecq hace un análisis implacable del estado actual de las cosas que se vive en este mundo de compraventa. La dispersión de los sentidos, el debilitamiento de la voluntad, la disolución del ser, la trágica mudez del humor que gira en el vacío sin resolver nada... En manos de la publicidad y ante la ineficacia de casi todas las artes para contrarrestar el sentimiento de desarraigo, Houellebecq propone asirse a la literatura, entre otras ventajas porque “se opone con todas sus fuerzas a la noción de actualidad permanente, de presente continuo”, con que este supermercado global nos quiere hacer creer en la necesidad supuestamente irremplazable de lo actual y lo moderno, aunque tales nociones están acabando con lo más humano que los humanos tenemos.

La aparición repentina de la computadora personal, a principios de la década de los ochenta, puede parecer un accidente histórico; no corresponde a ninguna necesidad económica y es inexplicable si se dejan a un lado consideraciones como los avances en la regulación de las corrientes débiles y el grabado fino del silicio. Inesperadamente, empleados y ejecutivos de nivel medio se encontraron en posesión de una poderosa herramienta, de fácil uso, que les permitía recuperar el control –de hecho, si no de derecho– de los principales elementos de su trabajo. Durante varios años se libró una lucha sorda y poco conocida entre las empresas de informática y los usuarios "de base", a veces respaldados por equipos de informáticos apasionados. Lo más sorprendente es que poco a poco, tomando conciencia del costo y de la baja eficacia de la macroinformática, mientras que la producción en serie permitía la aparición de materiales y de programas burocráticos fiables y baratos, las empresas se pasaron al campo de la microinformática.

Para los escritores, el PC fue una liberación inesperada: se perdía la soltura y el encanto del manuscrito, pero por lo menos era posible dedicarse a un trabajo serio sobre un texto. En esos mismos años, diversas estadísticas hicieron creer que la literatura podía recuperar parte de su prestigio anterior; menos por méritos propios, eso sí, que por la autodisolución de actividades rivales. El rock y el cine, sometidos al enorme poder de nivelación de la televisión, perdieron poco a poco su magia. Las antiguas distinciones entre películas, videoclips, noticieros, publicidad, testimonios humanos o reportajes empezaron a desaparecer en provecho de una noción de espectáculo generalizado.

La aparición de la fibra óptica y el acuerdo industrial sobre el protocolo TCP/IP [la arquitectura de red en la que se basa Internet] permitieron, a principios de la década de los noventa, la aparición de redes intra y, más tarde, interempresariales. Convertido en una simple estación de trabajo en el seno de unos sistemas cliente-servidor de mayor fiabilidad, la computadora personal perdió cualquier capacidad de tratamiento autónomo. De hecho, se produjo una normalización de los procedimientos dentro de unos sistemas de tratamiento de la información más móviles, más transversales, más eficaces.

Omnipresentes en las empresas, los PCs habían fracasado en el mercado doméstico por motivos que más tarde se analizarían claramente (precio elevado, carencia de utilidad real, dificultad de utilización si el usuario está acostado). A fines de la década de los noventa aparecieron las primeras terminales pasivas de acceso a Internet; desprovistas, en sí mismas, tanto de inteligencia como de memoria, y por lo tanto con un costo de producción unitaria muy bajo, estaban concebidas para permitir el acceso a las gigantescas bases de datos constituidas por la industria norteamericana del entretenimiento. Provistas de un dispositivo de telepago por fin seguro (al menos oficialmente), estéticas y ligeras, se impusieron con rapidez, sustituyendo a la vez al teléfono móvil, al minitel y al control remoto de los televisores clásicos.

Inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así empezó un periodo paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del entretenimiento y de los intercambios –en los que el lenguaje articulado ocupa un reducido espacio– va a la par de un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las culturas locales.

La aparición del hastío
A nivel político, la oposición al liberalismo económico globalista comenzó mucho antes; su acta de fundación fue la campaña a favor del No en el referéndum de Maastricht que se llevó a cabo en Francia en 1992. Esta campaña no se apoyaba tanto en la referencia a una identidad nacional o a un patriotismo republicano –ambos desaparecidos en las carnicerías de Verdún, en 1916 y 1917– como en un auténtico hastío general, un sentimiento de rechazo puro y simple. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo intentaba intimidar presentándose como un devenir histórico inexorable. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo se presentaba como asunción y superación del sentimiento ético simple en nombre de una visión a largo plazo del devenir histórico de la humanidad. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo prometía por el momento esfuerzos y sufrimiento, relegando a una o dos generaciones de distancia el advenimiento del bien general. Un modo semejante de razonamiento ya había ocasionado suficientes estragos a lo largo de todo el siglo xx.

Desafortunadamente, la perversión de la idea de progreso que llevan a cabo con regularidad los historicismos iba a favorecer la aparición de pensamientos burlescos, típicos de las épocas de desarraigo. Inspirados a menudo en Heráclito o en Nietzsche, bien adaptados a los ingresos medios y altos, con una estética a veces divertida, parecían encontrar confirmación en la proliferación, entre las capas menos favorecidas de la población, de reflejos de identidad múltiples, imprevisibles y violentos. Ciertas avanzadas en la teoría matemática de las turbulencias indujeron a representar la historia humana, cada vez con más frecuencia, en forma de sistema caótico, en el que los futurólogos y los pensadores mediáticos se las ingeniaban para descubrir uno o varios atractores extraños. A pesar de no tener una base metodológica, esta analogía ganó terreno entre las clases cultas o semicultas, impidiendo durante mucho tiempo la constitución de una nueva ontología.

El mundo como supermercado y como burla

Arthur Schopenhauer no creía en la Historia. Murió convencido de que la revelación que había hecho sobre el mundo, que por una parte existía como voluntad (como deseo, como impulso vital), y por otra era percibido como representación (neutro, inocente y puramente objetivo en sí, y por lo tanto susceptible de reconstrucción estética), sobreviviría generación tras generación. Ahora podemos decir que, al menos en parte, se equivocaba. Podemos seguir reconociendo en la trama de nuestras vidas los conceptos que puso en juego; pero han sufrido tales transformaciones que cabe preguntarse qué validez les queda.

La palabra "voluntad" parece indicar una tensión de larga duración, un esfuerzo continuo, consciente o no, pero coherente, hacia una meta. Cierto que los pájaros siguen construyendo nidos, que los ciervos siguen luchando por la posesión de las hembras; y en sentido schopenhaueriano podemos decir que, desde el penoso día de su aparición sobre la Tierra, el que lucha es el mismo ciervo y la que excava es la misma larva. Pero con los hombres ocurre todo lo contrario. La lógica del supermercado induce forzosamente a la dispersión de los sentidos; el hombre de supermercado no puede ser, orgánicamente, un hombre de voluntad única, de un solo deseo. De ahí viene cierta depresión del querer en el hombre contemporáneo; no es que los individuos deseen menos; al contrario, desean cada vez más; pero sus deseos se han teñido de algo un tanto llamativo y chillón; sin ser puros simulacros, son en gran parte un producto de decisiones externas que podemos llamar, en sentido amplio, publicitarias. No hay nada en esos deseos que evoque la fuerza orgánica y total, tercamente empeñada en su cumplimiento, que sugiere la palabra "voluntad". De ahí se deriva cierta falta de personalidad, perceptible en todos los seres humanos.

Profundamente infectada por el sentido, la representación ha perdido por completo la inocencia. Podemos llamar inocente a una representación que se ofrece simplemente como tal, que sólo pretende ser la imagen de un mundo exterior (real o imaginario, pero exterior); en otras palabras, que no incluye su propio comentario crítico. La introducción masiva en las representaciones de referencias, de burla, de doble sentido, de humor, ha minado rápidamente la actividad artística y filosófica, transformándola en retórica generalizada. Todo arte, como toda ciencia, es un medio de comunicación entre los hombres. Es evidente que la eficacia y la intensidad de la comunicación disminuyen y tienden a anularse desde el momento en que se instala una duda sobre la veracidad de lo que se dice, sobre la sinceridad de lo que se expresa (¿hay quien pueda imaginar, por ejemplo, una ciencia con doble sentido?). La propensión al desmoronamiento que muestra la creatividad en las artes no es sino otra cara de la imposibilidad, tan contemporánea, de la conversación. Es como si, en la conversación corriente, la expresión directa de un sentimiento, de una emoción o de una idea se hubiera vuelto imposible, por ser demasiado vulgar. Todo tiene que pasar por el filtro deformante del humor, un humor que termina girando en el vacío y convirtiéndose en trágica mudez. Esta es, a la vez, la historia de la famosa "incomunicabilidad" (hay que subrayar que la explotación repetida de este tema no ha impedido que la incomunicabilidad se extienda en la práctica, y que esté más de moda que nunca, aunque nos hayamos cansado un poco de hablar de ella) y la trágica historia de la pintura del siglo xx. La trayectoria de la pintura ha llegado a representar, más por una semejanza de ambiente que por una relación directa, la trayectoria de la comunicación humana en la época contemporánea. En ambos casos nos adentramos en una atmósfera malsana, trucada, profundamente insignificante; y trágica al final de su insignificancia. Por eso el transeúnte normal que entra en una galería de arte no puede quedarse mucho tiempo si quiere conservar su actitud de irónico desapego. Al cabo de unos minutos, y a su pesar, se apoderaría de él cierta sensación de desarraigo; al menos un entumecimiento, un malestar; una inquietante disminución de su función humorística.

(Lo trágico interviene exactamente en el momento en que lo irrisorio ya no consigue parecer divertido; es una especie de inversión psicológica brutal que traduce la aparición de un deseo irreductible de eternidad del individuo. La publicidad sólo puede evitar este fenómeno, opuesto a su objetivo, renovando de forma incesante sus simulacros; pero la pintura conserva la vocación de crear objetos permanentes, dotados de carácter propio; esta nostalgia de ser le otorga su halo doloroso y la convierte, de grado o por fuerza, en un fiel reflejo de la situación espiritual del hombre occidental.)


Hay que señalar, en contraste, la relativa buena salud de la literatura durante el mismo periodo. Es muy fácil de explicar. La literatura es un arte profundamente conceptual; en realidad, es el único. Las palabras son conceptos; los tópicos son conceptos. Nada puede afirmarse, negarse, relativizarse, de nada se puede uno burlar sin ayuda de los conceptos y las palabras. De ahí la sorprendente robustez de la actividad literaria, que puede negarse, autodestruirse o decretarse imposible sin dejar de ser ella misma. Que resiste a todos los abismos, a todas las desconstrucciones, a todas las acumulaciones de grados, por sutiles que sean; que simplemente se levanta, se sacude y vuelve a estar vivita y coleando, como un perro que sale de un estanque.

Al contrario que la música, que la pintura, incluso que el cine, la literatura puede absorber y digerir cantidades ilimitadas de burla y de humor. Los peligros que actualmente la amenazan no tienen nada que ver con los que han amenazado y a veces destruido a las demás artes; están mucho más relacionados con la aceleración de las percepciones y de las sensaciones que caracteriza a la lógica del hipermercado. Porque un libro sólo puede apreciarse despacio; implica una reflexión (no en el sentido de esfuerzo intelectual, sino sobre todo en el de vuelta atrás); no hay lectura sin pausa, sin movimiento inverso, sin relectura. Algo imposible e incluso absurdo en un mundo donde todo evoluciona, todo fluctúa; donde nada tiene validez permanente: ni las reglas, ni las cosas, ni los seres. La literatura se opone con todas sus fuerzas (que eran grandes) a la noción de actualidad permanente, de presente continuo. Los libros piden lectores; pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera, sujetos.

Minados por la obsesión cobarde de lo politically correct, pasmados por una marea de pseudoinformación que les proporciona la ilusión de una modificación permanente de las categorías de la existencia (ya no se puede pensar lo que se pensaba hace diez, cien o mil años), los occidentales contemporáneos ya no consiguen ser lectores; ya no logran satisfacer la humilde petición de un libro abierto: que sean simplemente seres humanos, que piensen y sientan por sí mismos.

Con mayor motivo, no pueden desempeñar ese papel frente a otro ser. No obstante, tendrían que hacerlo: porque esta disolución del ser es trágica; y cada cual, movido por una dolorosa nostalgia, continúa pidiéndole al otro lo que él ya no puede ser; cada cual sigue buscando, como un fantasma ciego, ese peso del ser que ya no encuentra en sí mismo. Esa resistencia, esa permanencia; esa profundidad. Todo el mundo fracasa, por supuesto, y la soledad es espantosa.

En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo –en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste– con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto. Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas para prometerle al individuo un mínimo de ser; para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior con la omnipresencia obsesiva del devenir. Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento, y la desdicha ha seguido extendiéndose.

La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo, sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: "Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto." Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.

La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento par seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.

Michel Houellebecq (Traducción: Encarna Castejón)

jueves, 3 de diciembre de 2009

Manuel Vilas

Dentro de la red de basura. Hoy recibo esto. Gracias a quíen lo envió.

Resurrección, Manuel Vilas. XV Premio Jaime Gil de Biedma ( Colección Visor de Poesía, 2005 ).

"Las nutritivas cabezas de las cigalas, restos
de sus sesos viajando desde tus labios con carmín
a la blanca servilleta, amor mío,
dame un beso, amor mío,
no me hagas esperar.

Esas santas luces de Navidad en las ciudades son santos resucitados.

Los árboles con bolas rojas. Los hospitales
y el turno maldito de esta noche.
Los huesos del cordero en el cubo de basura mezclados
con las patas rotas de las cigalas.
Los lavavajillas encendidos, potentes, serenos.
Gente que quedó atrapada esa noche en un ascensor
y nadie vino a rescatarles, y no hicieron el amor,
y era lo único que podían haber hecho de verdad
para que aquella noche
hubiera sido innoblemente inolvidable.

Estarás pensando que sólo soy un hijodeputa, pero no lo soy,
es que te quiero, y voy a darte fuerte por detrás, a ver si araño
la felicidad o la resurrección,
y los huesos del cordero en la basura
mezclados con las botellas vacías,
con limones exprimidos.

El cielo y la tierra, metáforas duras.
El santo humo de las calefacciones
inundando la atmósfera de nuestra celebración de la carne,
el sexo caliente, ese humo del gasoil o del gas
que sube hasta las caras
de los ángeles que vagan por el cielo.

Y la paga de Navidad, cómprale algo a tu chica.
Y tu chica que se va con otros, por fin. Y los otros
que se fueron con otras. Y están follando ahora mismo
encima de la mesa de la cocina, los culos de las mujeres
resplandeciendo como lunas,
mírame a la cara y deja que mire
los dedos de tus pies cuando lo hacemos,
quieres mirar tantas cosas que no atinas con la principal.
Todos se están follando a tu chica, y tu chica te llama al móvil y te lo dice.
Bueno, es una forma de la felicidad, pero creo en Dios, y resucitaré.

Me gusta el vino blanco. Me gustan las medias blancas,
diles que te den fuerte
si es que saben esa panda larga de maricones.

Amor humano, largo y tornadizo.
Amor humano, inexistente y resistente.

Eh, chaval,
la ciudad entera es tuya, está vacía esta noche,
ponte el cuero, mira a ver si te invita una viuda centenaria a ostras
y champán francés,
a cama y flores,
a danza del vientre y lenguas chinas,
anda hazme feliz un poco
necesito mucho amor esta noche."

Ve y cuéntalo...(1)

Por Alejandro Fierro. Copiado de rebelion.org

“No veo ninguna solución. Hace unos años podía haber motivos para el optimismo, pero ahora…”. Las palabras de Zahi Nasser reflejan el pesimismo del pueblo palestino. La paz parece, más que nunca, una utopía; una Palestina independiente, una quimera. El pesimismo surge ante la evidencia de que ni los gobernantes ni la sociedad israelíes desean realmente llegar a un acuerdo. A pesar de la propaganda, es en el lado hebreo donde no se encuentra un socio para la paz. Hasta el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Bernard Kouchner, saltándose todas las normas diplomáticas, comparte esta convicción: “Creo, y espero estar totalmente equivocado, que el deseo de paz de Israel se ha desvanecido para siempre”.

Zahi Nasser es el reverendo jefe de la Iglesia Anglicana en Israel. Representa a una minoría –los protestantes- dentro de esa otra minoría de Oriente Próximo que son los cristianos. Pero por encima de sus creencias, este hombre de maneras suaves pero discurso contundente reivindica su condición de árabe, de ‘palestino del 48’, como se conoce a aquellos que se quedaron en el territorio ocupado por los israelíes tras la guerra de ese año. “La izquierda judía cada vez es más débil y está más arrinconada”, se lamenta en una conversación mantenida en julio de 2009 en su despacho de la Iglesia de Cristo, en el corazón de Nazaret, la más árabe de todas las ciudades del actual Israel. “Amigos judíos de izquierda, cultos e instruidos, me reconocen ahora que ellos tampoco estaban de acuerdo con Isaac Rabín”. Los hechos avalan su tesis. Tras el asesinato de Rabin en 1995, Israel comenzó un proceso de radicalización que aún continúa. Triunfan los políticos que prometen mano dura contra los árabes. Prueba de ello es el ascenso del partido xenófobo y ultranacionalista Yisrael Beytenu (Israel Nuestra Casa) y de su líder, el controvertido ministro de Asuntos Exteriores, Avigdor Lieberman.

“Lieberman, que llegó de Rusia hace treinta años, me dice a mí, que he nacido en esta tierra, que si no hago un juramento de lealtad me tengo que marchar…”, se indigna el sacerdote ante una de las muchas propuestas abiertamente racistas del líder de Yisrael Beytenu. El empeño del primer ministro, Benjamín Netanyahu, en que Israel sea reconocido por la comunidad internacional como un ‘estado judío’ le provoca idéntica estupefacción: “Si Israel es un estado judío, entonces ¿qué somos los árabes que vivimos aquí?, ¿invitados?, ¿clientes que pueden entrar a un restaurante a comer pero después se tienen que ir…?”. Interrogado sobre qué significa ‘ser judío’, su respuesta no deja lugar a dudas: “Judío es un término que los israelíes manipulan a su antojo según la situación y el momento. Puede referirse a la religión, a la nacionalidad, a la cultura, a la tradición; todo depende de lo que les convenga”.

Zahi Nasser, que se define como socialista, finaliza la conversación con una frase un tanto heterodoxa para un religioso: “La Ciudad de Dios de San Agustín está muy bien. Pero antes que en el Cielo hay que ponerla en práctica aquí en la Tierra”.

Soluciones Made in USA

Jericó, a algo más de cien kilómetros al sur de Nazaret, ya en territorio cisjordano. El Jabel Quruntul domina la ciudad más antigua del mundo, con casi 10.000 años de historia. En la tradición cristiana se le conoce como Monte de las Tentaciones, donde Jesús fue tentado por el demonio. En primer término, pegado a la montaña, el campo de refugiados de Aquabat Jaber. Más allá, difuminada su visión por el calor, el Mar Muerto y las colinas rosadas que anuncian Jordania.

Un teleférico construido por la Autoridad Nacional Palestina con fondos de la cooperación internacional salva el desnivel del acantilado y lleva a los visitantes hasta el monasterio ortodoxo de las Tentaciones (Deir Quruntul), excavado en plena roca. Abajo, a la salida, hay tiendas de recuerdos: no hay un solo cliente. Tampoco en el restaurante habilitado en la cima. Apenas unos pocos turistas han utilizado hoy el teleférico. El colapso de la economía es total. Las iniciativas empresariales son estranguladas por los israelíes. El desmantelamiento del tejido industrial palestino es uno de los objetivos hebreos.

“Ahí podría haber una fábrica, y allí otra, y allá un hotel… Pero para qué, si cada dos o tres años Israel desencadena una guerra y aprovecha para destruir nuestras industrias”, se lamenta el joven mientras señala a puntos imaginarios en el horizonte. Lo primero que llama la atención de este joven es que se encuentre fumando una shisha (pipa de agua) en el restaurante del Monte de las Tentaciones, cuyos precios europeos resultan inasequibles para los depauperados salarios palestinos. También choca que vista unas bermudas. Los árabes abandonan los pantalones cortos cuando llegan a la edad adulta, considerándolos incluso un signo de mala educación. Ambas situaciones tienen su explicación: se trata de un joven palestino emigrado a Estados Unidos, en concreto a Chicago, donde se dedica al negocio de la hostelería con, al parecer, excelentes resultados. Es una situación habitual desde el fracaso de los Acuerdos de Oslo y el comienzo de la Segunda Intifada: las familias pudientes envían a sus hijos al extranjero ante la falta de oportunidades.

El joven ha regresado a Palestina para casarse. Su mujer, ataviada con el omnipresente velo –“se lo pone por propia voluntad, yo no le digo lo que tiene que hacer”- y silenciosa durante toda la conversación, cursa un master en sistemas democráticos que espera poder continuar en Chicago. Tras visitar las principales ciudades cisjordanas continuarán su luna de miel en Jordania y Egipto. Les gustaría ir a Jerusalén (Al-Quds, ‘la santa’, para los palestinos) pero Israel impide el paso a todo aquel que no tenga un permiso de trabajo.

“Hay palestinos formándose en todo el mundo: ingenieros, arquitectos, médicos… Si regresan podrían poner en práctica todo lo que saben. Tenemos talento, tierra y ayuda exterior. Porque nos apoya Obama, nos apoya la Unión Europea, incluso Fidel Castro nos apoya. Podríamos ser una pequeña China. Seríamos la bomba. Y eso lo sabe Israel, por eso nos tiene tanto miedo y nos machaca. Porque sabe que los palestinos podemos desbancarlos como potencia económica de la zona”. El análisis oscila entre la ingenuidad más sonrojante y la inquebrantable fe estadounidense en la iniciativa privada, los emprendedores y el libre mercado. Sin embargo, su conclusión no difiere en lo esencial de la del reverendo anglicano de Nazaret. “No habrá una solución pacífica. Los judíos no quieren”.

Como ejemplo pone las condiciones de Netanyahu para una Palestina independiente: un estado sin ejército, con el espacio aéreo controlado por Israel y con la prohibición de establecer relaciones diplomáticas con Irán. “¿Qué clase de estado es ese?”, se pregunta el joven. También tiene claro que la famosa Ley de Retorno, que concede la ciudadanía israelí a cualquier judío del mundo, no es más que un instrumento “de limpieza étnica”.

La sombra de Fatah

La familia de Nayim también pudo enviarle al extranjero, en su caso a Sevilla, de ahí que su castellano, casi perfecto, tenga un acento andaluz inconfundible. Este joven de 25 años ha regresado a su Belén natal para visitar a los suyos. Entró en Cisjordania por la frontera jordana. El ejército israelí le retuvo allí ocho horas. No había ningún motivo y tampoco nadie le dio una explicación cuando le dejaron marchar. Forma parte de esa guerra psicológica de los hebreos en la que la restricción de movimientos es una estrategia fundamental. Se trata de lanzar un mensaje claro y contundente: la próxima vez te lo pensarás antes de regresar.

En la Basílica de la Natividad, Nayim fotografía el lugar, marcado por una estrella, donde supuestamente nació Jesús. Ha prometido a sus compañeros de la residencia de la tercera edad de Sevilla en la que trabaja como conserje y a algunos residentes que les llevaría esa imagen. Pasea también por el claustro donde en 2002 se refugiaron durante cinco semanas más de 250 personas del asedio del ejército de Israel.

Nayim es periodista. Durante algún tiempo trabajó en la televisión de la Autoridad Palestina, pero abandonó el empleo, desengañado por la falta de perspectivas de futuro e impotente ante la red de nepotismo y corrupción tejida durante décadas. Los puestos de trabajo públicos, y muchos de los privados, van a parar a parientes y amigos de los dirigentes del partido oficialista Fatah. La capacidad y los méritos no cuentan. “Pusieron a trabajar conmigo a un chico que no tenía ni idea de periodismo. No había visto una cámara en su vida. Pero era el sobrino de un jefe. Lo metieron en la televisión como lo podían haber metido en cualquier otro sitio. ¡Y encima quería que le enseñara yo!”. Las protestas de Nayim podrían pasar por el desahogo habitual de un trabajador si no fuera porque se producen en el contexto de una ocupación militar y civil que sojuzga al pueblo palestino desde hace seis décadas. Las situaciones extremas producen reacciones también extremas, desde la integridad y la coherencia, incluso el heroísmo, más admirables hasta la podredumbre y la miseria moral.

El exilio voluntario –si algún exilio es voluntario- ha aguzado el sentido crítico de Nayim. Es consciente de que la ocupación israelí es el principal problema, pero eso no le impide ver los errores propios de la sociedad palestina. El tono de su voz se eleva al hablar de estos temas. Al final, prefiere callar: “Aquí nunca sabes quién te escucha”.

La lógica de la humillación

Es difícil entender el Muro (con mayúsculas, como corresponde a un símbolo del siglo XXI, en este caso un símbolo de la opresión y la injusticia) si no es viéndolo con los propios ojos. Mucha gente piensa, de forma errónea, que se trata de una barrera que recorre toda la frontera entre Israel y Cisjordania. En realidad no se trata de un muro, sino de varios muros que encapsulan a las principales ciudades cisjordanas, dejando en muchos casos tan sólo una salida que, por supuesto, controla el ejército de israelí, a la vez que protege los asentamientos de colonos judíos –todos ellos ilegales- y culmina la separación de Jerusalén Oriental del territorio palestino. Por eso el Muro –los muros- tendrá una vez finalizada su construcción el doble de longitud que la frontera entre Israel y Cisjordania. En su recorrido, la barrera divide poblaciones, separa a los palestinos de sus tierras de labor, fábricas, centros de salud o escuelas, impide el tránsito de personas y mercancías y se apropia de parte de Cisjordania, así como de los mejores acuíferos. De hecho, cuando se termine su construcción, Israel habrá robado el 38% del territorio de Cisjordania. El resultado final es una suerte de archipiélago con islas sin conexión entre sí, completamente imposible de gestionar y que difícilmente puede dar lugar a un estado.

Ver el Muro impresiona. La sensación de opresión es casi física. Del lado israelí se ha decorado con paisajes o motivos geométricos. En la parte palestina está cubierto con los graffiti de la resistencia. Algunos tramos tienen más de ocho metros de altura, lo suficiente como para que los israelíes no vean –y así olviden- a quienes están tras él. Es un escenario completamente bélico: alambradas, antenas, torretas de vigilancia, garitas, vehículos militares que no dejan de pasar, soldados –apenas niños de 18 años- con gafas oscuras, gesto displicente y un supuesto gatillo fácil…

Los puestos de control son las puertas de las cárceles en las que Israel ha convertido a las ciudades palestinas. Se abren y cierran a voluntad de los hebreos, regulando a su antojo el trabajo para los palestinos, cuya única fuente de empleo se encuentra en Israel ante la sistemática destrucción de su tejido industrial. Un día de cierre es un día sin salario. Al atardecer, cientos de palestinos forman una larga fila en el control de Belén. Regresan de trabajar para los israelíes. Muchos de ellos están empleados en la construcción de casas en los asentamientos de colonos. Es imposible hacerse una idea del deterioro moral que debe de suponer para ellos esta tarea. El puesto de control está decorado con carteles turísticos que invitan a disfrutar de las playas de Tel Aviv o de Haifa. Su presencia es una muestra de cinismo insoportable.

La lógica del Muro es la lógica de la humillación cotidiana. Cada día, los trabajadores palestinos, tras recorrer un largo pasillo metálico en zigzag, son obligados a pasar por un detector de metales, un escáner para sus efectos personales y un control de documentación. Nada garantiza que puedan pasar. El permiso queda al arbitrio de los soldados. Las vejaciones y los abusos son habituales.

El puesto de control de Qualandya, muy cerca del campo de refugiados del mismo nombre, es la puerta de entrada a Ramala. También canaliza el transito de vehículos que intentan desplazarse por territorio cisjordano. Los controles y registros provocan enormes atascos. Los coches pueden estar parados durante horas. Los nervios se disparan. Algunos se meten por dirección contraria, incrementando aún más el caos. Desde el autobús palestino en el que viajan, este periodista y su acompañante contemplan una escena que, intuyen, se repite día tras día. No paran de sacar fotografías. Una mujer árabe de unos cincuenta años grita con gesto airado. Un pasajero traduce sus palabras: “Dice que saque fotografías de todo y que después vaya y le cuente al mundo lo que está pasando aquí”.